Silvia Libre Mercado

cuba

Hablar de Cuba, de miopías y esperanza

Silvia Mercado

Ensayo ganador del 2do. Lugar del concurso internacional Plumas Democráticas (2011)
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Havana,_Cuba_Street_Life.jpg

Cómo irrita escuchar hablar de Cuba en tertulias de trasnoche, en la boca de eternas adolescencias bohemias que sin problema se pagan un vino vulgar que les permite darse el lujo de soltar infamias. Se ve que es fácil comprarse una camiseta y creer que se ha adoptado una ideología; no hay nada más sencillo que aferrarse a los salmos de la izquierda que repiten los versos de trovas embusteras. Es para enojarse, agarrar el bolso, tirar cuatro monedas y retirarse de la mesa. Cuánto se puede discutir con una entelequia de clase turista que se pasea por La Habana vieja, con escala en un hotel de Varadero, y que jura que encarnó la realidad cubana por haberse sacado una foto con las barbas del Che Guevara. Es que hay soberbia en esas mesas que hablan de Cuba. Una arrogancia legitimada por tantos años –medio siglo– de mentiras; de esa ficción que el régimen castrista ha sabido mantener casi impoluta ante un mundo que parece cada vez más insensible, cada vez más ciego, cada vez más cómplice de aquel gobierno que somete a la isla.

Se ve que es cómodo quedarse viendo la película. Uno de los largometrajes más crueles en la historia de las dictaduras. Confortable debe ser escoger postales, repetir consignas, defender lugares comunes, posturas ligeras y políticamente “correctas”. Decir que como la salud en Cuba no hay ninguna, que como la educación en Cuba no hay, que lo de la libertad es una falacia, un invento imperialista. Qué fácil es armarse un discurso sobre Cuba, salir gallardo e irse a dormir.

Dormir e ignorar que mientras el mundo gira, hay una sociedad presa, estancada, sin cambio. Parece que está resuelto haber olvidado que en Cuba subsisten humanos; pareciera que hay un cruel consenso para coincidir que en la isla las personas –por último– se mantienen, están. Porque lo cierto es que allá, ha dejado de existir una sociedad propiamente dicha. La dictadura ha logrado que las personas dejen de reconocerse como individuos, de mirarse como sujetos. El poder penetrante del autoritarismo ha podido superar límites psíquicos, paralizar mentes, obnubilar sueños, adormecer sentidos a través del miedo.

Miedo. Se debe ahondar en el efecto del miedo para, mínimamente, hacer un boceto de la realidad cubana. Porque la afonía, cierta inercia que podría cuestionarse al pueblo cubano en tantos años de sometimiento, no viene de la nada. Por el contrario, el cubano se sabe valiente, sabe que no es cobardía aquello que lo inmoviliza, que lo ataja, que lo obliga a padecer un estado de coma. El miedo que ensombrece a la isla no es una emoción momentánea o una impresión pasajera, atraviesa desde Pinar del Rio hasta llegar a Guantánamo. Es como esos huracanes que azotan el Caribe, pero sin calma. No hay alivio para ese temor colectivo, ni para una sociedad que adapta su vida al recelo, a la sospecha y a la desconfianza. Estos son los códigos que hacen a la cultura cubana, este es el lenguaje que se ha encontrado para sobrevivir a la rutina diseñada por el control y la vigilancia. Miedo, esos escalofríos que sienten los niños cuando se le cuenta una historia de terror, esa es la sensación con la que los cubanos y cubanas se reúnen entre amigos, entre conocidos que–quizá compartiendo una taza de café– están siendo observados, vigilados, escaneados. A eso se refiere Miguel Fariñas en su libro, Radiografía del Miedo, un texto que página por página relata cómo el temor se ha venido naturalizando en las relaciones más puras, en las situaciones más casuales; esa susceptibilidad ante cualquier pregunta, ese estremecimiento que cualquier cubano siente cuando advierte que el vecino puede estar levantando el teléfono para acusarlo. Tal vez por haberse reunido con quien no debía, por haber comprado eso que no debía, por haber hecho quién sabe qué…que no debía. Por las dudas, es mejor cuidarse, quién sabe si el pariente más cercano pueda ser un “informante”. Entonces los escalofríos están. Las paredes sí escuchan, las cortinas no se mueven porque sí. Los silencios tétricos a plena luz del día le gritan al cubano que está bajo mira. Y los murmullos de lo que quizá se quiso decir se disipan. La intención de expresar se oculta, se disimula, se pierde. Fariñas dice que en Cuba el miedo puede mal confundirse con apatía, desinterés, alienación, sumisión, resignación, pero que se trata –en realidad– de los modos que el cubano ha adoptado para cuidarse ante las reprimendas del régimen. Ante el terror a los “paredones masivos ejemplarizantes”. Un miedo único, el miedo más natural y humano, sin embargo, el peor de los miedos, el miedo a tan solo intentar expresarse. Porque en Cuba expresarse es un delito y pensarse libre es un crimen.

Continua…..