Silvia Libre Mercado

Thatcher, la líder de la coherencia y la firmeza

Reseña de Los años en Downing Street, autobiografía de Margaret Thatcher Once años y medio al mando, reseñados en primera persona. El relato de quien fue Primer Ministro por mayor tiempo durante el siglo XX. La primera mujer elegida para el cargo político más alto del Reino Unido.

Silvia Mercado

Margaret Thatcher, Lady Thatcher, si su nombre y título inspiran reverencia y estima, su rol impele el mayor respeto y la más alta admiración. Su carrera política empezó en los años 50; ya para 1959 fue elegida miembro del Parlamento inglés; en 1970, nombrada Ministro de Educación y Ciencia; en 1975 asumió como líder del Partido Conservador; en 1979, se convirtió en la Primer Ministro del Reino Unido. Fue correcta, lúcida, inteligente, audaz, tenaz y por sobre todo firme y coherente; asumió un liderazgo solitario, porque ella dijo “no se puede liderar entre la multitud”.

La “Dama de Hierro”, como la apodó la prensa soviética y como ella misma se proclamó sacando provecho de su perfil de mujer fuerte y segura, encarnó una paradoja osada: fue una heroína revolucionaria luciendo su capa conservadora. Allí cuando todo estaba en manos del Estado propuso mercado; allí donde el colectivismo había infectado los tejidos más profundos de la sociedad regeneró al individuo. De un status quo mediocre y parasitario, forjó una cultura de meritocracia y emprendimiento.  “Yo le pedí al Partido Conservador que tuviera fe en la libertad y en los mercados libres, en un gobierno limitado y una fuerte defensa nacional”[i].

Tras décadas estériles y en declive, corolario de recetas intervencionistas y vicios keynesianos, Thatcher liberó la economía y repuso al Reino Unido en su rol de liderazgo mundial como histórico motor de Occidente. Su determinación ofreció confianza lo que le permitió tres victorias electorales consecutivas.

Los años en Downing Street transformaron su país. De allí que así titulara sus memorias que resumen aproximadamente 4200 días de gestión en el timón político británico. Un libro que bien puede leerse como una novela autobiográfica o, si se quiere sacarle más provecho, como un texto esencial para hacer política siguiendo una visión sin perder el norte ni negociar valores ni principios.

Acá, nada más la reseña de algunos aspectos en homenaje a una auténtica obra de rigurosa sistematización de información; un trabajo que, en 787 páginas, hilvana documentos oficiales, bitácoras cronológicas, minutas que pormenorizan reuniones de gabinete, reportes de viajes de representación diplomática con un exquisito álbum fotográfico, entre otros respaldos que enriquecen la narración y que de alguna manera persuaden a seguir investigando el legado de esta excepcional líder.

Un renacer económico para forjar una sociedad de individuos autónomos

Margaret Thatcher, hija de un tendero, conocedora de la labor comercial, cuenta que su padre desde la dirección de su pequeño negocio tenía toda una perspectiva global y -cualquiera diría- una formación económica formal: “Le gustaba relacionar el progreso de nuestra tienda con el complejo romance del comercio internacional, que recurría a gente de todo el mundo para garantizar que una familia de Grantham pudiera tener en su mesa arroz de la India, café de Kenya, azúcar de las Indias Occidentales y especias procedentes de cinco continentes”[ii].

Su origen y experiencia le permitieron desarrollar una filosofía económica que básicamente suponía “asegurar que los ingresos superaran ligeramente a los gastos al final de la semana”[iii]. Asimismo, que lo económico es esencial en tanto que es la base sobre la cual el individuo desarrolla su autonomía y su autoestima.

Se le habrá acusado de que sus reformas fueron ortodoxas en lo financiero, pero es indudable que su programa logró impactar y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, así como transformar la visión nacional de la economía de mercado, precisamente por su cercanía con la gente y por su entendimiento del mercado como un concierto de intereses que se armonizan propiciando procesos de intercambio para el beneficio de cada quien.

Thatcher asumió el poder lista y preparada para tomar decisiones económicas que iban a ser necesarias en su momento. Si bien fue drástica con su política de recortes, mantuvo recursos destinados a salud pública, defensa, justicia y seguridad. Sobre este último punto, para ella rol del Estado era tan concreto como necesario “El Estado debe imponer la ley y asegurar el castigo de los criminales”. Desde la perspectiva, digamos, “social”, para la Dama de Hierro el Estado había hecho demasiado y ese era el problema. “La sociedad se componía de individuos y comunidades. Si se desalentaba a los individuos y se desorientaba a las comunidades por medio de un Estado que irrumpía para tomar decisiones que correspondía tomar a las personas, las familias y los vecindarios, entonces los problemas de la sociedad aumentarían en lugar de disminuir” (…)[iv]. Sus reflexiones públicas en las que hacía referencia a la sociedad se distinguían notoriamente de lo que pudiera decir cualquier político; para ella, la sociedad no era una abstracción o un comodín discursivo, para Thatcher la sociedad no era una excusa, sino una fuente de obligaciones. Se armó una incómoda polémica una vez que una revista recortó lo que ella dijo dejando como titular una frase sin sentido para hacerla quedar mal: “La sociedad no existe”. Afortunadamente, el libro reseña la anécdota completando el fragmento completo: “La sociedad no existe, existen los individuos, hombres y mujeres, y existen las familias. Y ningún gobierno no puede hacer nada si no es a través de las personas, y las personas han de ocuparse de ella mismas, ante todo. Nuestro deber consiste en ocuparnos de nosotros mismos, y después, en ocuparnos de nuestro prójimo”[v].

La Primer Ministro se autodefinió en reiteradas ocasiones como individualista, remarcando su apuesta por los individuos como sujetos capaces de asumir acciones y responsabilidades. Señalada esta convicción, “El objeto de la ayuda no debería ser que las personas se limitaran a sobrevivir, sino devolverles la autodisciplina y, por medio de ésta, también su autoestima”[vi].

Resuelta en cumplir con su programa y ofrecer las condiciones para el renacimiento de la economía de empresa en el Reino Unido, Thatcher fue firme en reducir el gasto y los préstamos públicos, a la par, propició un clima estable para el crecimiento del sector privado. Como incentivos macro, se jugó por recortar el impuesto sobre la renta, y se concentró en controlar lo único que se puede y se debe controlar: la emisión monetaria y la deuda pública. Nuevamente se mostró ágil y oportuna: “Nuestra tarea primordial fue hacer todas las reducciones posibles para el año fiscal 1979-1980”. Su plan presupuestario fue drástico desde el inicio; el diario The Guardian la describió como “la más fuerte apuesta política y económica en la historia parlamentaria posguerra”. Pero ella, conminada a que para principios de los años 80´ debía demostrar logros económicos concretos: bajar la inflación y mejorar la confianza de los particulares, superó el reto. Para 1982 logró demostrar la recuperación de la economía. Una vez más –y para tomar apunte- lo consiguió reduciendo impuestos, bajando el gasto público, reduciendo deudas con el extranjero y controlado los créditos gubernamentales. Además, como resultado de estas buenas tareas, “hubo una fuerte caída de la inflación, que descendió de un 20 a un 4%, su nivel más bajo en los últimos 13 años”. Fue un momento del alto estímulo para los exportadores: bajos intereses y bajo de tipo de cambio. “Había muchas señales de recuperación y, sobre todo, de una recuperación con una base saneada” (…)[vii]. Contribuyó en gran manera la abolición del control de precios, asunto que para Thatcher era fundamental, aunque era muy consciente de que ´quitar los controles´ iba a tener un costo político y también iba a desorientar a la opinión pública. Ella sabía que no era fácil que la gente confié en los mercados. “Pero lo que me proporcionó un grandísimo placer personal fue el control de cambios, es decir, la supresión de las enrevesadas restricciones oficiales a la cantidad de divisas extranjera que podían adquirir los ciudadanos británicos (…) Pero no todos los capitalistas confían tanto como yo en el capitalismo”[viii].

Superadas las primeras dificultades económicas, era momento de ver hacia el futuro. Visionaria y optimista, abrió las puertas a la inversión en tecnología: “Como científica, me fascinaba la tecnología en sí; como apasionada defensora del capitalismo de libre empresa estaba convencida de que, con el marco legal apropiado y una mano de obra calificada, la tecnología podría proporcionar más alternativas, generar más riqueza, empleo y mejorar la calidad de vida”[ix].

 El poder a los trabajadores, no a las cúpulas sindicales

Pocos políticos se atreven a incomodar y provocar al poder de los sindicatos, por lo general prefieren transar con sus cabecillas y así garantizarse ´gobernabilidad´, o más bien plácida tranquilidad, a costa del obsecuente vasallaje de los trabajadores. Margaret Thatcher desafió al monstro. Ejecutó las reformas sindicales necesarias para devolver el poder a los trabajadores sindicalizados, quitando el dominio a los caudillos perpetuos; encaminó una serie de medidas para que los trabajadores no pierdan su trabajo por no pertenecer a un sindicato, también impulsó mecanismos que permitieran que las elecciones sindicales fueran por correo y no a mano alzada para evitar la intimidación y amedrentamiento interno.

Desde muy al inicio de su gestión fue clara y rápida en poner un alto al abuso y presión sindical; para ella era primordial eliminar la inmunidad sindical y los monopolios estatales. Sabía que no iba a ser fácil, así que asumió el desafío por etapas. Además, del otro lado, más que ´líderes sindicales´, tenía acomodados políticos laboristas con nula voluntad de dialogar; de allí que la única forma de abrirse camino fue acercándose a los sindicalistas de segunda línea, consultando sus verdaderas necesidades, comprendiendo la desdicha de saberse sometidos a los punteros y mandamases que, a título del bien común ´de todos´, atropellaban los derechos de cada uno de los trabajadores. “Algo me decía que tendríamos un amplio apoyo popular en lo que emprendiéramos para restringir el poder sindical y los hechos me dieron la razón”[x], rememoró décadas más tarde.

Parte del gran acierto en esta materia, tuvo que ver con que tanto medidas y propuestas de reformas laborales fueron tempranas y oportunas; Thatcher supo leer la problemática y encontrar el momento para aprovechar el apoyo de los sindicalistas moderados y de los empleadores que vivían bajo la constante tensión de un inminente “conflicto laboral”. Por otro lado, asumiendo lo complejo de las circunstancias, fue tajante y no dudó en dar vuelta atrás; ya en sus memorias, parafraseando a Shakespeare, reflexionó: “nuestras dudas son traidoras y nos llevan a perder el provecho que podemos lograr al temer intentar obtenerlo”[xi].

La seguridad y coraje con que enfrentó el asunto sindical, dejó claros precedentes que más adelante le despejaron otras batallas; por ejemplo, cuando los sindicalistas del acero quisieron amedrentar con huelgas y paros, Thatcher logró detener el conflicto exigiéndoles sentarse a dialogar y así consensuar una salida lo menos dañina y dando lugar a un acuerdo salarial. “Aquella fue una batalla en la que no solo se luchó y se obtuvo una victoria para el gobierno, sino también para el bienestar económico de todo el país”[xii].

Lo cierto es que para la década de los 80’s, el sindicalismo británico estaba minando el rendimiento industrial; el cáncer arrastraba: la caída del acero, el cierre de las siderurgias y todo el diagnóstico se agravaba al tener la huelga como una amenaza constante. La productividad estaba por los suelos como efecto del exceso de personal a su vez consecuencia de la presión sindical. Capacidad humana deprimida y obsoleta demandaba a gritos crear nuevas oportunidades. El desafío: “reducir el número de empleos antes de crear la riqueza que generará otros nuevos”. Por supuesto fueron episodios de ansiedad y angustia “¿de dónde saldrán nuevos empleos?”, era la pregunta que todos se hacían… la respuesta de la Primera Ministra fue magistral: “La realidad es que en una economía de mercado el Gobierno no sabe (y no puede saber) de dónde saldrán los puestos de trabajo: si lo supiera, todas esas medidas intervencionistas dirigidas a “seleccionar ganadores” y “respaldar éxitos seguros” no hubiera seleccionado perdedores no agravado fracasos”[xiii].

Thatcher no tenía miedo de afrontar estas situaciones límite, a ella ninguna coyuntura la arrinconaba a “encrucijadas”; por el contrario, ella prefería hacerse cargo y actuar de acuerdo a información cruda y clara, no se auto engañaba con otros datos. Prefirió asumir y evidenciar la falta de productividad como un problema a resolver y no como un apuro para ocultar o disfrazar; su entorno la reconocía como una Problem Solver, rápida y pragmática.

Ponderando sus logros marco, es innegable que la reforma de los sindicatos fue crucial; parte del éxito fue su estrategia progresiva: empezó por los cambios sustanciales entre 1982 y 1984, siguió con la ley de empleo de 1988 y culminó el proceso con la ley de 1990 que determinó que sea “ilegal negarle trabajo a alguien por pertenecer –o no pertenecer- a un sindicato. Esta reducción del poder de los sindicatos, junto con reforzamiento de los derechos y responsabilidades de los miembros individuales, fueron decisivos para establecer un mercado laboral que funcionara adecuadamente”[xiv]. Ella cumplió con su misión y compromiso: reforzó los derechos de los individuos sindicados.

Sobre cómo revertir la presión en rédito:  la famosa huelga de los mineros

La historia o más precisamente el cine ha sido cuando menos injusto sino cizañoso con la figura y gestión de Thatcher. Para señalar un episodio puntual: la famosa Huelga minera de 1984 a 1985; por ejemplo, en las películas Billy Elliot (2000) y Pride (2014), los huelguistas son víctimas del gobierno cuando en realidad eran mineros coaccionados por las élites sindicales quienes acusaban de ´traición´ a quienes osaran oponerse a la medida. En este tema, las memorias de Thatcher son nítidas; la situación era la siguiente: el cierre de una parte de las minas era inminente; de hecho, muchas se habían cerrado antes de 1979 (durante el periodo del partido laborista). La famosa huelga empezó el 12 de marzo de 1984, “Durante las dos semanas siguientes cayó sobre las áreas mineras el peso brutal de las tropas de choque de los sindicatos”. Lo peor eran los piquetes – bloqueos que impedían a los trabajadores llegar o ingresar a sus fuentes laborales, y más que ´los mineros´” quienes se movilizaban con violencia e intransigencia eran grupos alentados por líderes sindicales. La gente estaba harta, quería trabajar; la opinión pública esperaba que Thatcher active la legislación sindical, ella estaba dispuesta a hacerlo: “El Pueblo necesita ver que la ley funciona”[xv].

Para poner al lector en contexto, el libro cuenta que para radicalizar la huelga en sus medidas más extremas era necesaria una consulta interna, detalla también que un 73% de los mineros estaba en contra: “En total, de los 70.000 mineros que votaron, más de 50.000 lo hicieron a favor de seguir trabajando”[xvi]. Ciertamente, la mayoría de los trabajadores no estaba dispuesto a ver cómo se destruían centros y puestos de trabajo. Pero la huelga era un asunto político, el último petardo de presión del partido laborista, que apoyaba todas las huelgas, sean cuales sean sus pretextos y por dañinas que éstas resulten. Y es que los laboristas no podían creer que Thatcher estuviera moviendo el tablero de poderes y reactivando la economía pese a todo boicot. Entonces al gobierno le tocó mostrar firmeza y templanza; al contrario de cómo se quiso forzar la historia, acá la resistencia estaba del lado de Thatcher y lo estaba haciendo muy bien. “Un indicador del grado de frustración al que habían llegado los sindicalistas militantes fue el aumento de la violencia contra los mineros que continuaban trabajando”. Los artífices y promotores de la huelga ya no podían sostenerla; de hecho, hubo un movimiento denominado De vuelta al trabajo, una serie de campañas a la cabeza de las esposas de los mineros que también estaban sufriendo amenazas. “Me explicaron el chantaje al que se habían visto sometidas pequeñas tiendas de las zonas mineras para que suministraran mercancía y alimentos a los mineros en huelga, y cómo estos productos estaban siendo retenidos para que no llegaran hasta los mineros que continuaban trabajando”[xvii]. Se llegó a constituir un Comité Nacional de Mineros partidarios de la vuelta al trabajo, un hecho que significó una vuelta de tuerca histórica para Gran Bretaña que durante décadas creyó que el país era sólo era gobernable con el consentimiento de los sindicatos; hasta entonces ningún gobierno había podido sobrevivir a una huelga importante. Pero Thatcher superó la prueba con creces y lo logró con determinación. “Lo que la huelga dejó perfectamente claro fue que la izquierda fascista no conseguiría hacer ingobernable Gran Bretaña” 356. En una entrevista, al final de la huelga, le preguntaron ¿quién ganó? La respuesta de Thatcher: “los trabajadores que siguieron trabajando, y los réditos políticos fueron para mí” [xviii].

Ella en la política exterior

El papel de Thatcher en la política exterior británica es un gran capítulo aparte. Negociaciones por la paz en medio de discusiones sobre armas nucleares; cumbres claves como las de la OTAN y las del G7, la guerra de las Malvinas y sus bemoles, las conversaciones iniciales para la conformación de la Unión Europea… entre otros acontecimientos de similar calibre son cuidadosamente reseñados en primera persona por su protagonista. Para suerte del lector, la obra ofrece tal cantidad de información que cada quien puede darse el lujo de escoger episodios predilectos, y por ejemplo destacar su magistral papel en el reposicionamiento de Occidente, en el ocaso de la guerra fría.  “No lo supimos en su momento, pero 1981 fue el último año de retroceso de Occidente (…) La Unión Soviética se mostraba cada vez más arrogante; el Tercer Mundo hacía demandas cada vez más agresivas de redistribución de la riqueza; Occidente tendía cada vez más a las discusiones internas (…) Las corrientes compensatorias que ya se habían puesto en marcha, aún no se habían realizado de manera concreta, ni habían convencido a la gente de que se había producido un cambio de marea. Sin embargo, el hecho es que la marea acababa de cambiar…”[xix].

Tanto admiradores como detractores, la rememoran como la mujer que contribuyó firmemente a poner fin al comunismo. Ella fue crucial. Su estrecha relación con Ronald Reagan y su diplomático entendimiento con Mijail Gorbachov fueron capitales para lo que terminó siendo la caída de la Unión Soviética. Podría decirse que Thatcher, Reagan y Gorbachov, la triada de los 80´y 90´, finalmente derribó el muro de la vergüenza y abrió paso a vientos de cambio y libertad.

“Me había sentido vivamente impresionada por su calidez, su encanto y total falta de afectación, cualidades que nunca cambiaron en los años de liderazgo que le esperaban. Sobre todo, sabía que estaba hablando con alguien que instintivamente sentía y pensaba como yo; no solo en lo que a política se refiere, sino también en cuanto a una filosofía de Gobierno.”[xx]. Margaret y Ronald llegaron a estrechar lazos de una manera muy particular probablemente porque compartían horizonte y métodos en común: la reactivación económica de sus respectivos países a través de políticas y reformas que redujeran el gasto público, bajaran los impuestos, y maximizaran las oportunidades para la iniciativa privada. La fórmula para este dúo dinámico: más mercado, menos Estado; de allí que hayan quedado para la historia como verdaderas almas gemelas ideológicas. Por esa admiración y coincidencia, para la Primer Ministro: “la elección de Ronald Reagan tuvo una importancia inmediata y fundamental, ya que demostraba que Estados Unidos, la mayor potencia en favor de la libertad jamás conocida en el mundo, estaba a punto de reafirmar un liderazgo seguro de sí mismo”[xxi].

La relación con Gorbachov fue más calculada: “Le escogí porque buscaba a alguien como él. Y tenía confianza en que aquella persona existiera, incluso dentro de una estructura totalitaria, porque creía que el espíritu del individuo nunca podría ser aniquilado en el Kremlin más que en Gulag (…) Lo poco que sabíamos del señor Gorbachov parecía modestamente alentador. Desde luego, era el miembro del Politburó más instruido, aunque nadie hubiera descrito como intelectuales a aquel grupo de ancianos soldados y burócratas”[xxii].

Thatcher venía estudiando con especial atención los cambios en la Unión Soviética. Un sustancioso resumen en sus palabras: “Gorbachov imprimió, como esperaba, un nuevo estilo en el gobierno. Demostró gran sutileza al jugar con la opinión pública occidental, presentando propuestas sobre control de armamento tentadoras pero inaceptables (…) Daba un nuevo énfasis a la democratización del partido y, a nivel local, a la nueva estructura político soviética (…) Aquel fue el principio, aunque solo el principio, de la sustitución de un centralismo democrático por una democracia auténtica en la Unión Soviética. Las reformas políticas eran más evidentes que los beneficios económicos. Aunque había muy pocas evidencias de que la economía soviética funcionaría mejor, existían bastantes más discusiones sobre la necesidad de una libertad política y de una democracia (…) los soviéticos empezaron a mostrar más sensibilidad hacia los derechos humanos (…) Cualesquiera que fueran los objetivos del señor Gorbachov a largo plazo, no me cabía ninguna duda de que estaba convirtiendo a la Unión Soviética en algo mejor que una cárcel de naciones y que debíamos apoyarle en sus esfuerzos…”[xxiii].

Su apoyo a Gorbachov era parte de su agenda prioritaria: recuperar la paz y la seguridad para Occidente. Su viaje a la Unión Soviética fue uno de los más importantes en cuanto a su estrategia de política exterior. Antes había escrito: “Cuando vaya a Moscú para reunirme con el señor Gorbachov, mi objetivo será la paz basada no en una ilusión… sino en el realismo y la fortaleza […] la paz necesita confianza y responsabilidad entre los países y los pueblos”[xxiv].

The Iron Lady (2011) y la temporada que le dedica la serie The Crown (2020) hacen tímido y parcial homenaje a Margaret Thatcher; en un afán de mostrar “objetividad” y mantenerse en los márgenes de lo políticamente correcto, lo que se dice de ella todavía es poco y cobarde. Ni las feministas se atreven a reconocerla porque, de hacerlo, entrarían en conflicto con su libreto; Thatcher no fue víctima, fue autónoma y fue libre. Es una suerte encontrar entrevistas para verla y escucharla en su lucidez y su esplendor. Y es una dicha poder leer Los años de Downing Street, su autobiografía. De tan única, aún no hay quien dé la talla para honrarla como se merece…

Notas de Thatcher Margaret, Los años de Downing Street. Editorial Aguilar

https://www.amazon.com.mx/a%C3%B1os-Downing-Street-Margaret-Thatcher/dp/6071126541

[i] P.27
[ii] Ibid. 22
[iii] Ibid.
[iv] Ibid.
[v] Ibid 528.
[vi] Ibid. 528
[vii] Ibid. 262
[viii] Ibid. 57
[ix] Ibid. 261
[x] Ibid.
[xi] Ibid. 107
[xii] Ibid. 14.
[xiii] Ibid. 96
[xiv] Ibid. 566.
[xv] Ibid 325
[xvi] Ibid 326
[xvii] Ibid. 343
[xviii] Ibid.
[xix] Ibid. 157.
[xx] Ibid. 158
[xxi] Ibid.
[xxii] Ibid. 401-402
[xxiii] Ibid. 4016-4021
[xxiv] Ibid. 423.