Silvia Libre Mercado

SOL

Del activismo a una sociedad de principios

«libertad individual, estado de derecho, gobierno limitado»

Silvia Mercado

Ensayo publicado en Entendiendo el liberalismo. Cinco ensayos heterodoxos y urgentes (2019)
https://www.amazon.com.mx/Entendiendo-liberalismo-ensayos-heterodoxos-urgentes/dp/6079669420

Grandes concentraciones, marchas y protestas masivas, son algunas de las nuevas postales latinoamericanas. En los últimos años, casi todas las capitales del continente fueron escenario de por lo menos una convocatoria multitudinaria. Las causas tan legítimas como distintas: hartazgo ante la corrupción, repudio a la represión, desesperación por la escasez y la inflación, inseguridad… cada país con sus circunstancias fue portada. No es necesario pormenorizar el panorama político y económico de la región para decir que buena parte de los gobiernos latinoamericanos -en menor o mayor medida- fueron cuestionados. Hasta acá, qué mejor noticia. Saber que la sociedad civil está activa, que se organiza y que se manifiesta habla muy bien “del pueblo”.

Por supuesto en las siguientes páginas no nos dejaremos llevar por este optimismo, y en todo caso discutiremos qué tanto hay de ciudadanía y qué tanto hay de entusiasmo.

Lejos de menospreciar estas iniciativas de protesta ciudadana, la intención es abrir líneas de reflexión. Por un lado, analizar si en estos movimientos se consolidan resistencias o son, en realidad, meras consecuencias; con esa mirada hay que leer con cuidado la ponderación de lo masivo de estas convocatorias. Por otro lado, poner énfasis en la relevancia de la responsabilidad individual como elemento esencial en la construcción de una sociedad civil, así como en la necesidad de reforzar valores y principios como los cimientos base para este propósito. Se pretende que de la consideración de estos aspectos lleguemos a coincidir en lo importante que es el Estado de derecho como el gran marco de defensa, amparo y protección de la ciudadanía ante el poder político. Porque si es que las expresiones de descontento social son una constante, quiere decir que hay un desequilibrio de poderes evidente. Ante esta realidad, la propuesta liberal es la más cercana a lo que urge como remedio: gobierno limitado.

Entre varios subtemas, las siguientes páginas son una invitación a repensar la actuación de la sociedad civil, a recapitular el origen y funciones del gobierno y a poner en relieve al individuo a la hora de asumir un rol y contribuir a la cultura política.  

Hartazgo popular o resistencia ante el poder

Ver las calles “tomadas” es impresionante; saber de estas movilizaciones extraordinarias que repercuten a nivel internacional nos levanta el ánimo y hasta el espíritu cívico. La prensa contribuye mucho en imprimir emoción a estos acontecimientos y en poner color al relato de sus imágenes: “El Pueblo se levanta en pancartas…”, “los ríos de gente llegaron a la plaza…”. En toda esta dinámica hay que resaltar el papel que juegan las redes sociales, sobre todo Twitter y Facebook, plataformas clave a la hora de llamar “a las calles”, así como al momento de transmitir, replicar y reproducir estos eventos de los que todos, de algún modo, nos sentimos parte.

Estallamos en comunidad. Cuando nos llaman a compartir nuestro enfado; cuando la frustración llega a un colmo general y la indignación ya es trending topic[1]*; cuando la causa ya ha alcanzado a la categoría de «social» y la consigna es a que «nos sumemos»; cuando el hartazgo ya es popular y nos convocan como pueblo… allá vamos. Somos muchos. Somos tantos, que nos autoproclamamos «resistencia».

De solo ver una pancarta con el lema «resistencia» y ante la posible esperanza de que un principio básico como la «resistencia ante el poder» pueda estar siendo concebido por la sociedad, los liberales sí que deberíamos estar saliendo a festejar el reconocimiento de una de nuestras emblemáticas banderas. Hay que recordar que históricamente el liberalismo ha sido un enérgico oponente crítico del poder, que el propio Estado liberal nace de la erosión del poder absoluto del rey (Cfr. Bobbio,2018:14). Sin embargo, no. Un liberal fiel a su carácter sensato sabe que la «resistencia ante el poder» es más que un hashtag[2], que se trata de un talante de médula individual y de naturaleza ética, de una posición de principio al margen de cualquier circunstancia. Estamos haciendo referencia a un valor liberal cuya esencia incumbe al respeto con uno mismo, al compromiso de no someterse al otro sea quien fuere. Como señala el escritor británico Edmund Fawcett: “Resistance required the refusal of submission and the prevention of domination by any single interest, faith, or class”; “la resistencia requería el rechazo a la sumisión y la contención de la dominación por un único interés, clase o fe”  (Fawcett, 2014: 11).

De allí que, si se quisiera adoptar este gran lema, valdría la pena pronunciarlo con cautela; saber que el poder –entendido como potencia coactiva que se quiere ejercer sobre otro- puede manifestarse de distintas maneras, mediante la sombra de una religión omnipotente o el peso de un Estado acorralante, pero así también a través de la gruesa y espesa sombra «de las mayorías». Porque es en la intención de corromper y amedrentar que el poder se hace presente. O como claramente sostiene Friedrich Von Hayek, filósofo y premio nobel de economía: “no es el poder en el sentido de una ampliación de nuestra capacidad lo que corrompe, sino la sujeción de otras voluntades humanas a la nuestra, la utilización de otros hombres contra su voluntad para alcanzar sus propios fines” (Hayek,2014:180). Atendiendo a esta cita, ¿quedará duda de que si hay un poder que siempre exigirá resistencia es el poder de mayorías sobre el individuo?

¿Y el individuo?

Ayn Rand (1905-1982), escritora ruso-norteamericana, señala que “la minoría más pequeña del mundo es el individuo”. No obstante, ahora que la defensa de las minorías es tendencia, es paradójico que al individuo no haya quién lo defienda. Con esta reflexión, volvamos al tema de inicio: las grandes protestas y su poder de convocatoria. Pareciera que para “resistir” requerimos del amparo de la mayoría, de su llamado y de su aprobación. ¿Quiere decir que el individuo solo no es capaz de reclamar? ¿Aguanta su grito hasta escucharlo en el rugido del colectivo? Aquí una inquietud de fondo: si de base no existe aprecio por el individuo y reconocimiento de su libertad individual, que nos sumemos al coro y que seamos parte de un reclamo general nada más nos hace parte de un elenco circunstancial, elementos de una causa transitoria. Si el móvil es la coacción, ser parte de la gran revolución puede ser tan triste y lamentable como morir en la oscuridad de una prisión. Allí donde el individuo pasa a ser utilizado para engrosar las filas de una facción, donde es usado como un medio, triunfa el poder. Qué mayor atropello que el que anula a una persona “como ser pensante que tiene un valor intrínseco y hace de él un mero instrumento en la consecución de los fines de otro” (Hayek,2014:45). 

Dicho esto, en los próximos párrafos procuraremos despejar porqué este recelo con las convocatorias multitudinarias, así como una deseable cautela que habría que tener ante el carácter masivo de cualquier protesta.

La masa y las mayorías

Es comprensible que las personas busquen ser parte de grupo por un sentido de pertenencia, así como cobijarse en cierta seguridad que ofrece la comunidad; finalmente es parte de la naturaleza humana refugiarse como tribu. Adam Ferguson (1723-1816), filósofo escocés, considerado padre de la sociología moderna, inicia sus tesis de sociabilidad y sociedad civil dando por descontado que “los hombres, sean nómadas o sedentarios, (estén) en paz o en guerra, siempre han vivido en grupos o colectividades. La razón por la que se reúnen, cualquiera que sea, es el principio de su alianza o unión” (Ferguson, 2010:57). Somos seres sociales y buscamos hacer sociedad. Queda expuesto que no se está poniendo en duda la importancia de la sociedad, por el contrario, estamos ponderando su valor en tanto que es resultado de la suma de decisiones individuales que resuelven relacionarse entre sí.

Surge la preocupación frente a las imágenes y relatos que sumergen al individuo en un enjambre social, en esa suerte de manada, que con precisa agudeza intelectual, José Ortega y Gasset (1883-1955) definió como “masa”. El filósofo español llegó a esta definición también en respuesta a una preocupación: la pérdida del individuo ante un fenómeno histórico cuyo análisis dio estructura a uno de sus ensayos más importantes de la filosofía moderna, La rebelión de las masas. Tras su estudio, el autor sentencia:

La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas (…) Masa es «el hombre medio». De este modo se convierte lo que era meramente cantidad —la muchedumbre— en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico (…) En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal—por razones especiales, sino que se siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás. (Ortega y Gaset, 1966: 145-146).

 

Mario Vargas Llosa, pensador contemporáneo y premio nobel de literatura, sintetiza muy bien la inquietud de Ortega con respecto a la masa como fenómeno homogenizante que “abraza transversalmente a los hombres y a mujeres de distintas clases sociales, igualándolos a un ser colectivo en que se han fundido, han abdicado de su individualidad soberana para adquirir la de la colectividad y ser nada más que «parte de la tribu»” (Vargas Llosa, 2018:78). 

Es por ese efecto caustico de lo masivo y su poder de corromper al individuo, lo que motiva a polemizar sobre el tema y preguntar: ¿cuán encomiable es que la ciudadanía logre convocatorias “masivas”? Un gran grupo de gente reunida, en principio, genera una impresión positiva; sin embargo, quedarse con el impacto por el efecto abundante no ofrece más que un dato cuantitativo. Convendría tener en cuenta que la asistencia masiva no necesariamente se traduce en participación comprometida y responsable; el grupo ocupa, llena, pero quien resuelve y determina es la persona. Es posible que esta propensión a sobrevalorar las bondades de las mayorías esté relacionada con esa suerte de incertidumbre constante en la sociedad; aunque en realidad “no existe fundamento lógico que permita atribuir a las decisiones de la mayoría esa más alta sabiduría supra individual que hasta cierto punto parece cabría otorgar a todo producto espontáneo del cuerpo social.” (Hayek, 2014: 151).

Además, es pobre la fortuna si el motivo de orgullo es ser parte de una mayoría, o -volviendo a adueñarnos de un término de Ortega- de una “muchedumbre”. Ser “un granito de arena” -no importa el desierto- es abolir el peso y relevancia de nuestra presencia. Por justa, urgente e ineludible que sea la causa social a la que nos convocan, ser parte de ella debería exigirnos una valoración previa, una consulta al juicio propio, como mínimo ejercicio de autonomía y conciencia individual. De lo contrario estaremos siendo perfectos elementos útiles de un conglomerado. Es en esta puesta en marcha de la potestad personal en la que el liberalismo refuerza su esencia, porque “su objetivo consiste en persuadir a la mayoría para que observe ciertos principios. Acepta la mayoría como método de decisión, pero no como una autoridad en orden a lo que la decisión debiera ser” (Hayek, 2014: 142).

Para cerrar este tema, en particular el apartado que puso el ojo en la supremacía de las mayorías y su tendencia a convertirse en masa, Ortega cita a John Stuart Mill (1806-1873) resaltando que siempre habrá cierta propensión a que el colectivo aplaste al individuo, situación ante la cual será conveniente estar alertas y saber poner barreras o por lo menos contrarrestar esa fuerza: 

(…) Existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien, como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar. (Ortega y Gaset, 1966: 127-128)

 

Hacia una sociedad civil libre, responsable y respetuosa del Estado de derecho

Vamos a suponer que ante lo expuesto en los párrafos anteriores surge la pregunta “¿entonces está mal que la gente se congregue a protestar?” La respuesta es: en ningún caso. Así como es un deber la defensa del derecho a la libertad de expresión, así también la defensa al derecho a la libre protesta. «Libre protesta» en tanto implique que los protestantes hacen ejercicio de su libertad individual y responsabilidad en primerísima instancia. Ciudadanos invulnerables a la coacción de cualquier mayoría e incorruptibles ante el poder en cualquiera de sus formas. Si el propósito es edificar una sociedad civil de cimientos cívicos sólidos, que pueda soportar posibles intentos de tiranía, la columna principal es la libertad individual, valor constitutivo de la persona humana, que significa aquel “estado en que un hombre no se halla sujeto a coacción derivada de la voluntad arbitraria de otro o de otros” (Hayek, 2014: 32).

Una ciudadanía “resistente” precisa de individuos seguros y autónomos, facultados de acción y determinación, así como responsables de las consecuencias de sus actos. En este anhelo de civismo activo y comprometido, no deja de ser valioso que las personas se sumen a una marcha, que participen de lo que en determinada situación se pueda considerar “justo”, urgente o necesario, nada más que si esta adhesión no es fruto de la reflexión y decisión de individuos libres e independientes, no serán más que votos y espacios cubiertos. Adhesiones, firmas y pancartas no son más que eso, a lo mucho serán expresiones momentáneas. La preocupación y la actuación de un ciudadano responsable conlleva más peso y busca repercutir de manera más estable. Incluso si como sociedad se pretendieran cambios trascendentales, llegando hasta la extraordinaria situación de que se recurriera a medidas más extremas que una protesta, sería todavía más importante contar con ciudadanos responsables. En el hipotético caso de proponer una rebelión civil, como la que se reseña en Desobediencia civil, de Henry David Thoreau (1817-1862), en su presentación intitulada, “Un ensayo para la resistencia”, sería esencial la actuación de ciudadanos cabales. Además, solo podría ser un gran rebelde un individuo sensato y responsable, porque una acción política no se limita a la mera desobediencia. Previo a ello sus actores identifican el problema, se involucran y proponen una solución que expresan de manera pacífica. Porque -volviendo al tema de las mayorías-  “un hombre sabio no dejará lo justo a merced del azar, ni deseará que triunfe gracias al poder de la mayoría. Hay muy poca virtud en los actos de las masas” (Thoreau, 2012: 269).

 Y “en la misma dirección, si la resistencia no apunta al levantamiento en armas ni al llamado a otra revolución que no sea la pacífica, es porque el infractor exige también el diálogo, pone en marcha el debate, bajo el entendido de que entonces se podrá evaluar la medida en cuestión de forma racional, no violenta y justa” (Thoreau, 2012:11). Una sociedad civil responsable no pretende el caos, no propondría jamás el derrocamiento de un gobierno; por el contrario sus métodos agotarían todos los esfuerzos por restablecer el orden, la paz y la armonía para todos y cada uno de los ciudadanos.

Sobre este tema, aunque suene algo paradójico, es interesante recordar cómo el ensayo de Thoreau denominado, “Desobediencia Civil”, ante todo hace una profunda reflexión alrededor de la obediencia, entendida como el acto de respetar y acatar una ley o bien una norma preestablecida en común acuerdo. Claramente el autor está del lado del Estado de derecho; está llamando a que la sociedad civil conozca respete y haga respetar las reglas del juego:

            En otras palabras, lo que está en juego es replantear la obediencia y el respeto a las leyes e instituciones, de modo que no se convierta en una obediencia irreflexiva, al pie de la letra y sin importar su contenido,   sino que atienda más bien a su espíritu y procure en todo caso que, al hacerlo, ni siquiera el hombre más         justo corra el riesgo de convertirse en agente de la injusticia (Thoreau, 2012: 12).

Una sociedad respetuosa y responsable solamente puede ser la cosecha de la cuidadosa siembra de estas cualidades en el individuo. Las raíces serán fuertes en tanto el sujeto sea forjado para su autogobierno a la par de su conciencia moral para con los otros. Afianzar esta meta exige el reconocimiento de que cada persona es capaz de diseñar su propio proyecto de vida y alcanzar sus propósitos contribuyendo a los de los demás, dando crédito a que cada quien sabrá guiarse por su experiencia y prever las consecuencias de sus acciones. Es en el continuo cultivo de valores como responsabilidad y respeto donde realmente se está labrando una auténtica resistencia:

Una sociedad libre exige, probablemente más que ninguna otra, que los hombres se guíen en sus acciones por un sentido de responsabilidad, que se extiende más allá de los deberes marcados por la ley, y que la opinión general apruebe que los individuos sean hechos responsables tanto de los éxitos como de los fracasos de sus empeños. Cuando a los hombres se les permite actuar de acuerdo con lo que estiman conveniente, también deben ser responsables del resultado de sus esfuerzos” (Hayek, 2014:111)

Sería extraordinario que entre las miles de pancartas, en cualquiera de las tantas protestas multitudinarias, al menos una expresara «Estado de derecho»; allí estaría el mensaje suficiente y contundente: “exigimos salvaguardar nuestra libertad ante el poder en el marco de la ley”. En ese momento, como sociedad, habremos alcanzado un considerable nivel de madurez, pues estaríamos demostrando que asumimos un orden político limitado, que tenemos claro que el gobierno no puede ni debe ejercer coacción sobre ningún individuo, salvo que sea para hacer cumplir la ley a la que todos estamos subordinados. La sociedad que tenga suficiente entendimiento de la importancia del Estado de derecho y que a su vez defienda este modelo de control del poder, estará blindada ante la siempre latente ambición totalitaria, así como permanentemente protegida ante cualquier abuso de autoridad porque tendrá como soporte, nada más y nada menos, que el imperio de la ley, que no es nada más una “regla legal, sino una regla referente a lo que la ley debe ser, una doctrina metalegal o un ideal político” (Hayek,2014:283).

Así se explica la insistencia del liberalismo con el Estado de derecho como mejor manera de limitar al poder, a través de la conformación de órganos que, en su estricto ejercicio, determinen la sujección de gobernantes y gobernados ante la ley. Un sistema donde no haya lugar para privilegios y donde –en el marco de los límites de la ley- no sea necesario y menos obligatorio pedir permiso a nadie. En otras palabras, reglas claras plenamente conocidas por todos como máxima superlativa. Pero, en general -por lo menos en buena parte de los países de América Latina-, estamos “en otro canal”. Nuestras sociedades están lejos de valorar, y más aún, defender el Estado de derecho, quizás por un desconocimiento conceptual de este principio o bien por una abierta falta de formación en valores liberales. Por otro lado, cultural e históricamente existe una inclinación a que los reclamos giren en torno al cambio social, la justicia social, la democracia y los derechos humanos entre otras consignas que si bien son igual de importantes, estarían mejor amparadas en el marco de un Estado de derecho. Porque “difícilmente puede exagerarse la importancia que la certeza de la ley tiene para el funcionamiento suave y eficiente de la sociedad libre” (Hayek, 2014:287). Es esta salvaguarda que distingue a la obstinación liberal de cualquier otra propuesta.

Gobierno limitado

Ferguson señala que “El establecimiento de un gobierno justo es de todas las circunstancias que se dan en la sociedad civil la más esencial para la libertad; cada persona es libre en la proporción en que el gobierno de sus países es lo suficientemente fuerte para protegerla y lo suficientemente limitado y prudente para no abusar de su poder” (Ferguson, 1772: 58). De esta cita, que con magistral precisión resuelve el propósito de este subtítulo, destaquemos primero la concepción de libertad. Es oportuno aclarar que cuando hablamos de libertad, no es una mera locución prosaica, ni tampoco una abstracción inalcanzable y mucho menos una utopía. Una sociedad libre es una propuesta concreta. Demandar libertad implica ser claros en este planteamiento, así como lúcidos al momento de entender que la libertad tiene un precio y que la mejor forma de adquirirla, de pagar por ella, es atenernos a las reglas de juego. Aquí el origen de un gobierno. Es primordial reconocer que el gobierno existe porque fue necesario que existiera. Como advirtió David Hume (1711-1776), filósofo y historiador escocés, “el gobierno es, como la propia sociedad, un invento útil y a veces incluso imprescindible” (Hume, 2005:16). De allí que los liberales, de carácter realista y sensato, asuman la figura del gobierno como «un mal necesario», pues lo entienden como un método de contrapesos, cuya función fundamental debe ser la protección de la libertad individual, concepto que engloba los tres derechos naturales: a la vida, a la libertad y a la propiedad, trilogía suficiente para garantizar el desarrollo hacia el progreso.

Dicho esto, y volviendo al tema de las protestas, sería ideal que el ímpetu de una sociedad ambiciosa de cambios y transformaciones fuera proporcional a su valoración de libertad, a su compromiso de responsabilidad y al entendimiento del papel que juega el gobierno. Hablamos de un rol, casi un libreto, que le fue otorgado en el marco de un contrato muy claro; es así que si las circunstancias empujaran a revelarse contra el gobierno, es esencial conocer muy bien ese contrato.

“Ante la amenaza de la irrupción del conflicto, y mediante un consenso libre manifestado social originario, los individuos acuerdan la creación de un juez imparcial que garantice sus derechos naturales y que, a su vez, debe estar sujeto a la ley natural” (Aguilar, 2015:106). Esta cita expone sustancialmente el marco de condiciones que la sociedad ha conferido a la figura del gobierno. El gobierno debe procurar la paz y el ordenamiento para la mejor convivencia posible; de no cumplir, de fallar al contrato que le dio origen, es admitible y hasta preciso un levantamiento civil. Esta tesis es parte de la herencia que el liberalismo le debe a John Locke (1632-1704), filósofo inglés y pensador clave en lo que incumbe al contrato social entre individuos y gobierno, como relación que existe en tanto se cumplan las condiciones que le otorgan legitimidad. Este contrato, como gran acuerdo ideal, implica que ambas contrapartes -sociedad y gobierno- aceptamos una serie de obligaciones enmarcadas en el respeto y la obediencia. Haber logrado esta conciliación y mantenerla, de algún modo hasta la fecha, es un triunfo de la civilización. Sobre el tema, no está demás ahondar en la reflexión casi poética de Locke para explicar la necesidad de entrar en el acuerdo que da origen al gobierno para preservar la libertad.

Si el hombre es tan libre como hemos explicado en el estado de naturaleza, si es señor absoluto de su propia persona y de sus bienes, igual al hombre más encumbrado y libre de toda sujeción, ¿por qué razón va a renunciar a esa libertad, a ese poder supremo para someterse al gobierno y a la autoridad de otro poder? La respuesta evidente es que, a pesar de disponer de tales derechos en el estado de naturaleza, es muy inseguro en ese estado el goce de ellos, y se encuentra expuesto constantemente a ser atropellado por otros hombres. Siendo todos tan reyes como él, cualquier hombre es su igual; como la mayor parte de los hombres no observan estrictamente los mandatos de la equidad y de la  justicia,  resulta muy inseguro y mal salvaguardado el goce de los bienes que cada  cual posee en ese  estado. Esa es la razón de que los hombres estén dispuestos a abandonar esa condición  natural  suya  que, por muy libre que sea, está plagada de sobresaltos y de continuos peligros. Tienen razones suficientes para procurar salir de ella y entrar voluntariamente en sociedad con otros  hombres que se  encuentran ya unidos, o que tienen el propósito de unirse para la mutua salvaguardia de sus vidas, libertades y posesiones, a todo lo cual llamo con el nombre genérico de propiedad. (Locke, 1976: 395)

 

Retomando la propuesta del contrato que sugiere Locke, se entiende que el origen de cualquier acuerdo se halla en el conflicto, en la oposición de dos partes que ceden por conformidad; de allí que todo acuerdo es sensible por naturaleza. Es predecible que la sociedad civil quede en el costado más vulnerable, sobre todo cuando de principio se otorga al gobierno poderes ilimitados, y más aún cuando se pretende encontrar en la figura del gobernante al salvador supremo sino etéreo. Una vez más, esta suele ser la situación de muchos países latinoamericanos: gobernantes que, facultados por el voto popular de las mayorías, hacen contundente ejercicio de su poderío. Presidentes que se legitiman con credenciales democráticas, se revisten de tanto poder que pareciera que se les antoja revivir el absolutismo monárquico de la vieja Europa, motivo por el cual, la frase “el Estado soy yo”, cuya autoría de origen se le atribuye al rey Luis XIV, bien pudo haber sido escuchada en la voz de cualquiera de los mandatarios latinoamericanos del siglo XXI[3], con el ánimo de dar vida a esa concepción de la política que rinde potestad plena a la persona que está en el poder.

Avalando el análisis desarrollado hasta este punto, son muy oportunos los apuntes del escritor mexicano Enrique Krause, quien reseña que la historia política latinoamericana de algún modo siempre se ha caracterizado por un predominante peso del Estado sobre el individuo, por la “peculiar subordinación del pueblo al monarca, la actitud laxa ante la ley escrita por el hombre, la lógica justiciera de las insurrecciones, rebeliones y revoluciones, el papel central del monarca como eje promotor de la energía social” (Krause, 2018: 53).

En este esquema, ante un estructural desequilibrio de poderes, de algún modo los ciudadanos empezamos el juego ya desde la banca de los vencidos, de los que cándidamente entregaron el dominio. Luego podemos salir a las calles, protestar y hasta albergar la ilusión de que estamos “resistiendo”, pero en realidad ya perdimos la brújula. “La entrega del poder sin condiciones (o con el solo límite de una eventual insurrección) ha hecho daño inmenso a la historia política de América Latina. La ha hecho fluctuar entre la sumisión y la violencia” (Krause, 2018:96). Sin embargo, ¿qué tan pesada puede ser esta condena? Lejos de colocar al latinoamericano en el cómodo lugar de víctima, es urgente emplazarlo a que asuma su responsabilidad individual; conminarlo a que se haga protagonista del Vox Populi, Vox Dei pero con una actitud prudente y madura.

 

Hilvanando algunas conclusiones

Empezamos este ensayo llamando la atención alrededor de las protestas masivas y sus exitosas convocatorias gracias al empuje de las redes sociales; colocamos entre interrogantes si en estas expresiones ciudadanas germinan auténticos movimientos de resistencia o si en realidad son producto reactivo de un fervor activista propio de coyunturas políticas. En torno a esta preocupación propusimos abordar la problemática desde la perspectiva de los valores y los principios fundamentales del liberalismo, con el ánimo de encontrar en sus tesis más generales posibles respuestas o por lo menos alternativas de análisis en torno al tema. 

Muy desde el principio, afirmamos la importancia de una sociedad civil activa e involucrada como señal de vocación cívica de personas que, en el ejercicio de su libertad de expresión, de reunión y de demanda, se agrupan para reclamar lo que consideran justo. Apuntamos que es parte de la naturaleza humana y de la esencia de nuestras sociedades, la búsqueda de pertenencia, de aprobación y de respaldo para hacer grupo y consolidar alianzas, así como apelar al apoyo de los otros para ejercer fuerza y hasta presión por un objetivo. Es en este punto donde arrancamos la defensa del individuo, declarando que en estos esfuerzos comunitarios debe prevalecer el respeto por el criterio propio y el juicio personal de cada uno de los sujetos que compongan estos colectivos. Porque por más noble, correcta, urgente que pueda ser una causa, la decisión a adherirse a ella y sumarle soporte debe ser producto de una reflexión autónoma y libre de cualquier coacción, ya que ninguna bandera, ningún móvil, ni ninguna mayoría por voluminosa que se presente, puede ser superior que la responsabilidad individual.

Hablando de mayorías, llevamos el análisis al fenómeno de las masas, advirtiendo el riesgo latente que supone diluir al individuo en una espesa materia amorfa y útil para cualquier fin. Y esto tiene que ver con una contradicción básica de esta tendencia a celebrar las convocatorias multitudinarias: si el propósito es forjar una sociedad civil responsable, al robustecer movimientos masivos que pretenden “ganar” por tamaño y envergadura, poco estamos logrando. Porque un conjunto de sujetos vulnerables no es tan distinto a cualquier rebaño; un día puede ser conveniente contar con una aplastante mayoría, como al otro día puede ser una condena. Es fundamental reconocer que toda imposición sobre el individuo finalmente anula su responsabilidad, lo convierte en fracciones de un conjunto acrítico e imprudente capaz de iniciar una guerra en su entusiasta determinación de llevar a cabo una revolución.

Y así hablamos de las resistencias, comentando una posible “romantización” de este término. Apreciación que tiene que ver con que frecuentemente se escucha de la existencia de grupos que se autodenominan “resistencia” asumiendo que así demuestran una posición de rechazo y hasta de rebeldía; en efecto, la palabra alude a ese entendido, sin embargo, en el ensayo proponemos interpretar «resistencia» en su lectura más amplia, como valor intrínseco de las personas libres y como un principio individual directamente proporcional al sentido de responsabilidad. A partir de ello es que reafirmamos una tentativa de propuesta: si es que se pretende cosechar resistencia habrá que sembrar responsabilidad. De ningún otro modo podremos contar con una sociedad civil fuerte si es que no fortalecemos a sus ciudadanos, y eso es al individuo.

En ese marco, invitamos a recordar que la motivación de las primeras gestas que dieron perfil al liberalismo, desde los siglos XVII y XVIII, fue la “resistencia al poder” específicamente al poder absoluto de los gobiernos monárquicos de la época. Y rescatamos este rasgo histórico por su vigencia y su importancia en los esquemas políticos actuales: en estos tiempos de desborde de poder gubernamental, de líderes carismáticos, de populismos de izquierda y de derecha, son los planteamientos liberales los que abiertamente formulan un real freno al poder, a través de tesis muy precisas: libertad individual, estado de derecho y gobierno limitado.

A lo largo de todo el ensayo, la defensa de la libertad individual ha sido una transversal explícita. Toca resumir las otras dos tesis, demostrando que ambas ensamblan el mejor sistema preventivo ante la constante amenaza del poder: método de contrapesos, reglas claras e igualdad ante la ley.

Presentamos al Estado de derecho como el modelo más adecuado para preservar un orden político limitado. Este planteo parte por aceptar que el poder, y el conflicto alrededor de él, es inevitable. Asumiendo esta realidad, la propuesta liberal reivindica la función del gobierno; reconociendo, en primera instancia, que el gobierno es una invención de la propia sociedad en respuesta a la necesidad de un órgano que proteja los derechos y libertades de los individuos. Así, entonces, un liberal siempre pronunciará la frase completa: el gobierno es necesario en tanto éste sea limitado. Y es en este aspecto donde la sociedad civil -sobre todo hoy en América Latina- debería poner el acento. Porque en los límites al gobierno están las mejores salvaguardas de las libertades naturales que son las que dan lugar a las libertades cotidianas.

Párrafo tras párrafo, fuimos resolviendo que preservar la libertad precisa de una actitud responsable. Dejamos en claro que aceptar gobierno exige limitarlo. Una postura que implica demandar y acatar «igualdad ante la ley», dando cuenta de que se trata de una igualdad supeditada a un marco jurídico, donde los derechos y garantías son de conocimiento general, así como también los castigos; donde no hay lugar para privilegios de ningún tipo, y donde el acatamiento a lo formalmente preestablecido como ley es una obligación. En otras palabras «imperio de la ley».

Para finalizar, si lector concuerda con los criterios generales recién expuestos, quizás coincida también con que sería suficiente hacer valer por lo menos tres principios fundamentales para la salud y buena actuación de la sociedad civil en escenarios de coyuntura adversa: libertad/responsabilidad individual, estado de derecho y gobierno limitado. Con la firme defensa de estas tres banderas estaríamos blindándonos todos ante posibles atropellos y abusos de regímenes autoritarios. Fortaleciendo individuos y, en consecuencia, sociedades responsables de sus actos y de sus acuerdos… tal vez llegará el día en que no será necesario salir a las calles a protestar. La indignación siempre llega tarde y no sirve de nada. Cuando la desesperación no sea la causa, habrá triunfado la libertad.

 

Bibliografía

Aguilar, Sergi. 2015. La mentes es una «tabula rasa», España, Impresia Ibérica.

Bobbio, Norberto. 2018. Liberalismo y Democracia, Breviarios, México, Fondo de Cultura Económica

Fawcett, Edmund. 2014, Liberalism, The Life of an Idea, Princeton University Press.

 

Ferguson, Adam. 2010. Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, Edición de María Isabel Wences Simón, Madrid, Akal.

Ferguson, Adam. 1772. Principies of Moral and Political Sciences, Edimburgo, 1772, ii, p. 58 y ss.

Se encuentra en: Gallo, Ezequiel, Notas sobre el liberalismo clásico. https://www.cepchile.cl/cep/site/artic/20160303/asocfile/20160303183414/rev21_gallo.pdf 24.03.2019

 

Hayek, Friedrich A.von. 2014, Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión Editorial.

Hume, Hume. 2005. Ensayos políticos, Madrid, Unión Editorial.

Krause, Enrique. 1918. El pueblo soy yo, México, Debate.

Locke, John. 1976. Two Treatises of Government (edición a cargo de Peter Laslett, Cambridge University (Primera edición, 1714). La cita es del Second Treatise cuyo subtítulo era An Essay Concerning the True Original, Extent and End of Government). Se encuentra en: Gallo, Ezequiel, Notas sobre el liberalismo clásico. https://www.cepchile.cl/cep/site/artic/20160303/asocfile/20160303183414/rev21_gallo.pdf 24.03.2019

Ortega y Gaset, José. 1966, Obras completas, Madrid, 1966

Thoreau, 2012. Civil Disobedience, traducción de Sebastían Pilovasky, México, Tumbona Ediciones.

Vargas Llosa, Mario. 2018, La llamada de la tribu, Madrid, Alfaguara

 

 

[1]     Trending topic es la traducción coloquial del inglés que refiere a “tendencia” de algún tema en particular.

[2]     Hashtag es la traducción coloquial del inglés que se refiere a “etiqueta”. Se utiliza el símbolo numeral (#) para llamar la atención sobre una palabra o un grupo de palabras que se quiere posicionar en redes.

[3]     Para ilustrar con un ejemplo, acá un registro audiovisual de Rafael Correa (Presidente de Ecuador (2007-2017) haciendo esta referencia https://www.youtube.com/watch?v=J41NX9iwrl0