1989 se consagró como el año de las lecciones, como el año de experiencias ejemplares. Uno de los países que propinó cátedra en valentía fue Checoslovaquia, en sus 75 años de vida como república instruyó al mundo cómo ganar batallas izando la bandera de la paz. Si la Primavera de Praga demostró un compromiso con la dignidad, la Revolución de Terciopelo recogió ese espíritu para conquistar la libertad y, sin abandonar ese talante, supo ilustrar la disolución más pacífica del siglo XX. Auténticas hijas de la lucha por la democracia, República Checa y República Eslovaca todavía muestran las cicatrices de los azotes totalitarios, sin embargo, caminan erguidas mirando adelante.
De la Primavera de Praga a los 20 años de Normalización
A 41 años de la Primavera de Praga, las lecturas son varias: unos la catalogan como un capítulo corolario al Mayo Francés, otros como una muestra de la crisis interna del Partido Comunista, algunos como un simulacro ingenuo alrededor de un socialismo quimérico en picada. Si bien todas estas visiones hacen una cuota de la realidad, sustancialmente la Primavera de Praga se perpetuó como una ejemplar lucha por la libertad.
En 1968, Checoslovaquia apostó su fe a un “socialismo con rostro humano”; creyó que el PC Checoslovaco –al mando de Alexander Dubcek- lograría constituir un comunismo no totalitario, que tímidas reformas permitirían libertad económica y hasta democracia. Soñó con un engaño. Meses que parecían ser un inicio, no fueron más que un refugio temporal a una de las dictaduras más perversas que ha registrado la humanidad. Pero la gente necesitaba creer y venció el miedo. Así, mientras Praga se vestía de política y juventud, el Kremlin observaba atento. Perturbaba a los comunistas que Dubcek siguiera los pasos de Nikita Jruschev o que Checoslovaquia se aventurara a copiar la rebelión húngara de 1956. Moscú dijo basta; frente al apoyo y expectativas que generaba Dubcek, Leonid Brezhnev, Secretario General del PC, y los líderes del Pacto de Varsovia decidieron invadir Checoslovaquia. La noche del 20 de agosto, tanques soviéticos irrumpieron Praga. La versión comunista quiso disfrazar la intrusión como una operación en contra de las ideas facciosas, no de las personas; lo cierto es que la masacre –la “asistencia fraternal”- dejó más de una centena de muertos y por lo menos medio millar de heridos. La Doctrina Brezhnev permitía a la URSS intervenir cualquier país de Europa del Este que pretendiera mirar hacia el capitalismo. Registra la historia que “Checoslovaquia denunció ante la Naciones Unidas la invasión perpetrada por la Unión Soviética, pero nadie corrió en su auxilio”1; sin embargo, se sabe que muchos países –incluidos aquellos subordinados al régimen- reprobaron abiertamente el accionar soviético. La ocupación rusa era un hecho y las instrucciones eran claras: no retirar tropas mientras el “ideal socialista” estuviera en riesgo; el siguiente paso era detener el Congreso del PC Checoslovaco: la instancia que, supuestamente, organizaría la resistencia en favor de Dubcek. Pero lo que los rusos no tuvieron en cuenta es que el apoyo a Dubcek, concretamente a sus reformas, ya había trascendido al partido; la real resistencia estaba en las calles. Barricadas civiles desafiaron a los tanques; sin miedo, hombres y mujeres pusieron el pecho a las armas. Resguardar la libertad de expresión se materializó en la defensa de los medios de comunicación, particularmente de las radios que hasta ese momento no habían dejado de transmitir llamados a la resistencia, pero también a la calma. No ceder ante los atropellos significó no prestar información a los rusos: “no sé, no conozco, no diré, no tengo, no sé hacer, no puedo, no iré, no diré”, dictaba el decálogo de la no-cooperación. “Los medios utilizados por los checoslovacos fueron múltiples, no todos tuvieron la misma eficacia, pero las acciones y gestos simbólicos consiguieron mantener la frágil unidad del pueblo frente al invasor”.
Mientras la resistencia demostraba valor e ingenio ante el enemigo, a Dubcek no le quedó otra que someterse; la presión comunista lo obligó a firmar un acuerdo para revertir todas las reformas y retornar a los principios socialistas. En este contexto, la resistencia -así como popularidad de Dubcek- tenía los días contados; en poco tiempo Dubcek perdería la Secretaría del Partido y se vería entregando el mando a Gústav Husák, la cabeza de lo que fue la Normalización.
Checoslovaquia resignaba su primera ilusión democrática; restablecido el yugo soviético, el miedo y la decepción auspiciaron un vertiginoso cuadro migratorio: “en el período después de la ocupación, cuando las esperanzas de la Primavera de Praga se desvanecieron, alrededor de 100 000 personas abandonaron el país”3. En los años siguientes la cifra alcanzó a 700 000; muchos perdieron la ciudadanía checoslovaca y sólo les fue posible volver después de la caída del régimen.
20 años duró la Normalización, tiempo dispuesto por Brezhnev para “enderezar” Checoslovaquia y convertirla en un Estado Modelo fiel al patrón comunista. “Recomponer el sistema” se dictó como meta y, para alcanzarla, se empezó por apuntar al corazón de la resistencia: la libertad de expresión. El aparato instruyó no emplear la palabra „ocupación‟, “no informar las acciones del consejo de Seguridad de la ONU, no transmitir información sobre los daños causados por los soldados soviéticos durante su estancia en este país, ni tampoco sobre los muertos y heridos”4. Los medios pasaron a ser monitoreados por la Oficina de Información del Partido, con la orden de filtrar cualquier mensaje que pueda dar la impresión de crítica a la Unión Soviética o a los Estados del Pacto de Varsovia. Reinstalada la censura, la Normalización extremó la vigilancia; el objetivo era identificar a los activistas de la resistencia. La persecución a estudiantes, artistas e intelectuales no dio tregua. Frente a la cruel ola de abusos, se organizó el Movimiento “Carta 77”, nombre que celebraba el manifiesto dirigido al PC Checoslovaco, solicitando la adhesión a la Declaración de la ONU sobre derechos humanos. La reacción del régimen no se dejó esperar; la dirigencia del Partido, consciente de que las demandas alcanzaban repercusión internacional, cesó la represión directa y, estratégicamente, optó por hostigar a quienes habían firmado la Carta. Cada uno de los líderes fue intimidado a retractarse bajo perversas amenazas, pero, para la rabia de los agentes, gran parte de los autores de Carta 77 supo resistir, entre ellos Vaclav Havel.
Demás está decir que el proceso de Normalización significó regresar a la gestión planificada de la economía, cualquier iniciativa privada estaba prohibida y el intercambio comercial restringido. Pero al margen de esta inducción a la decadencia, la Normalización demostró que el poder de degradación de la URSS era la herencia viva del stalinismo, y así quedó revelada la siniestra corrupción moral del comunismo.
De la Perestroika a La Revolución de Terciopelo
Acabada la Guerra Fría, el mundo presentía un cambio. Desde mediados de los 80‟, la URSS era otra, las reformas impulsadas por Mijail Gorbachov proyectaban ser la ruta de salida al estancamiento económico inherente a cualquier experiencia socialista. Y esta realidad -este guiño de esperanza- ya viajaba por toda Europa. En Checoslovaquia las manifestaciones en contra del régimen modestamente empezaron a replicarse; si bien el miedo no dejaba de ser una sombra espesa, de a poco la disidencia empezó a mostrar más caras. 1989 parecía traer buenas nuevas; sin embargo, el fin de la Doctrina Brezhnev y el debilitamiento del Pacto de Varsovia no eran noticias sencillas de asimilar y cierta vertiginosidad tampoco permitía arriesgar festejos. Así llegó noviembre; la radio Free Europe transmitía los cantos de alegría tras la caída del Muro de Berlín. Checoslovaquia, en vigilia, escuchaba atenta.
El 17 de noviembre de 1989, los estudiantes de Praga consiguieron una autorización para realizar una manifestación silenciosa en homenaje a los caídos durante la ocupación nazi 50 años atrás. Cientos de jóvenes se acercaban al centro de la ciudad. No se permitirían excesos: policía y ejército estaban instruidos para sofocar cualquier disturbio. Pero pasó lo que tenía que pasar: espontáneamente el silencio se hizo grito y la suma voces coreaba “libertad”. Las fuerzas de seguridad no tardaron en operar. Recapitula la historia que, más que una represión estudiantil, fue “una advertencia desesperada de las autoridades para que no volvieran a repetirse tales hechos”5; nadie sospechó que los niveles de violencia, lejos de amilanar la protesta, harían de combustible para que los estudiantes resistan hasta las últimas consecuencias, y así empezara la Revolución de Terciopelo. Al día siguiente, buena parte de la sociedad praguense estaba al tanto de la violenta batida; los medios -que hasta entonces tenían prohibido cubrir manifestaciones- se atrevieron a informar; la tele difundió las imágenes y la radio abrió sus micrófonos. La convocatoria para una huelga general ganaba adherentes, y el movimiento Carta 77 encabezaba las protestas. La disidencia se apropió de las calles: escritores, actores, académicos salieron de sus silencios, “por primera vez se produjo el encuentro entre la comunidad intelectual y la masa anónima de la población”. Praga recobraba el espíritu del 68. Con fuerte impulso nació el Foro Cívico, “una organización para aunar todas las tendencias de opinión, y como un medio para establecer un diálogo abierto con las autoridades comunistas sobre el futuro del pueblo checoslovaco”. Vaclav Havel asumió la dirección y, con importante respaldo colectivo, exigió la renuncia de Husák. La huelga se sostuvo por días. Sorprendía al mundo la constancia de la gente y el clima pacífico que distinguía a las marchas. “No se rompió ni una botella”, es el lema que recuerda estas jornadas.
Llegó diciembre y la Revolución de Terciopelo consumaba su meta: el PC de Husák dejaba el poder y, a diferencia del 68, esta vez no habrían tanques soviéticos que lo impidan. Gorvachov había decido no intervenir. En los últimos días de 1989 se formó el gobierno de Unidad Nacional, Alexander Dubcek presidió el nuevo parlamento y Václav Havel la presidencia interina. Checoslovaquia empezaba 1990 estrenando democracia.
La Transición
¿Cómo construir democracia y prosperidad al caer la Cortina de Hierro? Colapsado el comunismo, Europa del Este enfrentaba el desafío de reconstruir la moral de sus sociedades y de transformar sus golpeadas economías. Checoslovaquia presentaba significativos niveles inflación, un severo déficit fiscal y una profunda escasez además de una histórica ausencia de productividad. Era evidente la urgencia de virar hacia una economía de mercado. Una ventaja para los cambios que se vendrían, era que Havel contaba con el comprometido apoyo de la gente. Las primeras elecciones alentaron nítidas demandas: “el pueblo exige economía de mercado, rechaza cualquier intención de totalitarismo, quiere libertad, derechos humanos y democracia plena”6; Havel supo encaminarlas con la consigna de no mirar hacia atrás.
Las transformaciones en la nueva Checoslovaquia se dieron en un marco singular; una suerte de “des- comunización” se operativizó mediante la Ley de Lustración, un proceso que “prohibía la participación de los activos colaboradores de la policía secreta comunista y de los egresados de las academias soviéticas para actuar en cargos sensitivos del nuevo gobierno por un periodo de cinco años”7. Esta ley contempló dos objetivos: resguardar la germinal democracia y sanear la construcción del nuevo sistema. Ciertos sectores calificaron la medida como “extrema”, no obstante, había un acuerdo táctico para impedir cualquier intento de sabotaje de parte del viejo régimen. La “Purga de Terciopelo”, como se denominó esta etapa, logró distanciar a los comunistas del poder, aunque, paradójicamente, también los liberó de juicios penales.
El viraje económico también fue radical. Siendo que el escenario exigía decisiones de fuerte impacto, las reformas debían armonizar: estabilización, liberalización y creación de instituciones de mercado. En este contexto, el gobierno de Havel siguió adoptó la terapia shock: desregularización de precios, reducción masiva de subsidios estatales y apertura comercial. Estas medidas implicaban un fuerte bajón del PIB, sin embargo, en relación las reformas “gradualistas” como las aplicadas por Hungría y Rusia, derivaron en altos índices de crecimiento. En el tiempo, la experiencia checoslovaca demostró que “quienes aplicaron reformas rápidas desarrollaron mejores instituciones que los países que optaron por el cambio gradual”8.
El Divorcio de Terciopelo
La transición checoslovaca emprendía una dinámica carrera hacia la prosperidad; a pesar de ello, las reformas trajeron consigo disconformidades entre lo que antes fuera la República Socialista Checa y la República Socialista Eslovaca. Mientras los checos abrazaban el concepto de apertura, los eslovacos se ceñían a principios nacionalistas. Si estas divergencias ya eran perceptibles desde 1989, las elecciones de 1992 para Primer Ministro fueron definitivas: Václav Klaus arrasó en la parte checa, Vladimir Meciar en la parte eslovaca. “La ciudadanía checa puso en evidencia que daba prioridad a la reforma económica y a la inserción en el mundo occidental, a la vez que los eslovacos prefirieron dar sus sufragios a quien defendía un Estado del Bienestar”9. Frente a esta realidad, el Parlamento votó por la disolución de Checoslovaquia, una separación ejemplarmente pacífica que hoy se recuerda como el Divorcio de Terciopelo, pues, al igual que en la Revolución, no se derramó ni una gota de sangre. Hay quienes postulan que la disolución fue una consecuencia natural a la creación de Checoslovaquia en 1918, pero demostrado está que no fue la convivencia entre checos y eslavos lo que determinó su separación, la ruptura tuvo que ver con que la distinta lectura del rol del Estado.
Notas