Este 30 de noviembre, Winston Churchill hubiera cumplido 147 años de vida. Más allá de que se trataría de un espeluznante fenómeno de longevidad, representaría el carácter y vigor del siglo XX en pleno siglo XXI. Pero, ciertamente, así es, la muerte no le quitó a Churchill la autoridad, la presencia y el renombre en la historia mundial.
De Churchill se encuentran extraordinarias películas, muchas de ellas concentradas en episodios únicos como Dunkerke (2017), escrita y dirigida por Christopher Nolan, que narra el rescate de soldados ingleses de Francia ocupada por los Nazis, en el marco de la Segunda Guerra Mundial. O Las horas más oscuras (2017) protagonizada por el increíble Gary Oldman, quien revive los primeros días de Churchill como primer ministro. También impecables biografías de periodistas e historiadores que no dejan de sorprender con documentación antes no revelada, con relatos excepcionales y con datos que siguen haciendo de Churchill un personaje exquisito para seguir escribiendo. Con esta excusa, acá una breve reseña de Winston Churchill, una biografía (2003), de Sebastian Haffner, un libro no tan reciente pero valioso por sucinto y por esencial; una destreza particular de su autor Raimund Pretzel (1907-1999), periodista e historiador alemán que escribió bajo seudónimo para preservar la seguridad de su familiar en tiempos del nazismo.
Haffner presenta al joven Churchill relatando brevemente la figura de su padre, Lord Randolph Churchill (1849-1895) también político británico, miembro de la Cámara de los Comunes y del Partido Conservador. Churchill padre fue excéntrico, impetuoso, su carrera política fue tan intensa como corta, así como su vida. Murió a las 45 años. Para Churchill hijo, quien sufrió el desprecio y la indiferencia de su padre, “la muerte de Lord Randolph Churchill supuso el fin de un gran amor sin esperanzas y que jamás fue correspondido”. Ese menosprecio tuvo que ver con la mediocridad que mostraba Winston de niño y de adolescente; cuentan que le costó mucho la educación formal, según el libro, hasta podría decirse que fue un fracasado en la etapa escolar. Habrá sido porque desde temprano, lo básico y tradicional le era muy aburrido, y siempre demostró fuerte resistencia a todo lo convencional.“Churchill no era un hombre del understatement y de orgullosa humildad, ni tampoco un jugador de criquet o un refinado gentelman, sino más bien un personaje de la Inglaterra shakesperiana, de cuando aún no existían las public schools”. Fue recién entre sus 20 y 25 años que empezó a brillar, cuando realmente encontraría su verdadera vocación, su instinto real: la guerra. Y fue la guerra y todo lo que ésta conlleva lo que lo motivó a estudiar mucho, a querer saberlo todo.
El biógrafo advierte que no es posible entender a Churchill si se limita a verlo como a un político: “Churchill no era un político que, de un modo u otro, se hubiera visto de repente en la necesidad de demostrar también su valía en la guerra, sino más bien un guerrero que había sabido comprender que, para conducir bien una guerra, también hacía una cierta dosis de política”.
Como también se sabe, su segunda pasión y vocación fue la literatura. Su amor por las armas fue equivalente a su amor por las palabras. Sus primeras entregas datan de los tiempos en que fue corresponsal de guerra, cuando se hizo periodista y verdaderamente experto en narrar batallas dada su aguda crítica desde el punto de vista de estrategia. “Churchill dio instintivamente con una forma literaria muy peculiar que tiempo después emplearía sin cambios para su imponente descripción de las dos guerras mundiales: una mezcla de historia y de autobiografía, de análisis y de testimonio presencial”.
En el terreno de amores de juventud, la biografía señala que no hay mucho qué contar, Churchill dedicó tiempo y energía a la guerra; de temperamento apasionado, de sangre caliente y efervescente, lo que menos se pude decir de él es que fuera un sujeto frío y calculador.
La política le llegó por añadidura. Dice Haffner que Churchill no era un político por naturaleza como sí fue un militar y escritor nato. Mientras la guerra y la prosa eran parte de su esencia, la política se le fue imponiendo casi a fuerzas, aunque alguna vez le confesó a un periodista: “la política es casi tan excitante como la guerra”; le haya encantado o no llegó a ser un gran político, un animal político como pocos. Por ejemplo, para 1901 formaba parte de las listas del partido conservador; ya para 1904, de los liberales. Siguiendo el libro, Churchill optó por dejar las sombras y migajas de los conservadores para ganarse las posiciones de poder que le ofrecían los liberales. El biógrafo precisa magistralmente esta dualidad: Churchill fue un traidor ante los conservadores, un huésped para los liberales. “… entre los liberales Churchill era una especie de cuerpo extraño, pero un cuerpo extraño interesante, y, desde el primer momento, una figura dotada de mayor relevancia de la que habría tenido nunca entre los conservadores”. De hecho, para 1906 con los liberales llegó ocupar funciones de ministro junior, y dos años después ya era parte del gabinete como de ministro de economía. Ahora – hay que decirlo— a Churchill nunca le importó mucho la economía, a él le urgía la guerra, lo movía la política, no tanto los principios, ni la dignidad siquiera, él quería poder. Frente a la pregunta clave: ¿Fue Churchill un demócrata? Realmente no se sabe, lo que sí es que supo aprovechar las oportunidades y quedó bien.
Un dato particular que ofrece la biografía es la relación de Churchill con “el destino”. Si bien el hombre no creía en religiones, sí tenía una misteriosa aprensión hacia el destino. Era supersticioso, temía morir joven como su padre, pero al mismo tiempo sabía –o presentía – que le esperaba algo grande. Y no estaba equivocado, a sus 37 años ya tenía a cargo la flota naval más importante del mundo. Asimismo, en su afán por predecir, ya desde 1911 venía analizando la posibilidad de una guerra contra Alemania; le gustaba especular estos escenarios, “la idea de una contienda elevaba su espíritu a la máxima tensión y le resultaba placenteramente inspiradora”. El tiempo demostró que no estaba nada loco, es más fue el único hombre en Inglaterra que se adelantó en estudiar un potencial conflicto bélico y en pensar cómo ganarlo. Por eso, en 1914, el estallido de la guerra no lo sorprendió realmente: “no estaba abatido, no entusiasmado, ni sorprendido. Y no manifestó temor o abatimiento, aunque tampoco ninguna señal de júbilo. Salió de la habitación como un hombre que se encamina a cumplir con su trabajo rutinario”, describe el autor.
Aún no tenía 40 años pero ya poder y mando sobre uno de los instrumentos bélicos más potentes del mundo. Como pez en el agua, nunca le faltó versatilidad y capacidad para imponerse, así es como dominaba una flota naval nunca antes vista, y lo hacía con una capacidad estratégica asombrosa, a la par de una suerte de clarividencia bélica y política excepcional. Hasta sus enemigos reconocían que Churchill tenía una mente increíble, una máquina poderosa, pero con defectos impredecibles. Churchill logró regresar al Partido Conservador en 1924, aprovechando que estaban divididos y temerosos, así como cuando los dejó en 1904. “Quien quiera mejorar, tendrá que transformarse, y quien quiera llegar a ser perfecto, tendrá que transformarse muchas veces” respondió ante las críticas.
Para 1918 el mundo ya era otro y en parte gracias a él. Cabalmente el año en que conocería a uno de sus grandes enemigos de por vida: los bolcheviques. Como apunta Haffner, “el complejo antibolchevique que se apoderó de Churchill en 1918 no le abandonaría en décadas”. Se sabe que Churchill nunca fue de izquierda, menos un radical, como tampoco un conservador de molde. Él, en realidad, era un gran señor que gozaba incomodar a los de su clase. Pero eso sí, extremadamente antibolchevique; tanto así que en algún punto hubiera preferido la paz con Alemania y la guerra con la Unión Soviética. No es poco decir que odiaba a los bolcheviques con furia, aunque años más tarde necesitaría de ellos…
También hay que hablar de Churchill en el periodo entre guerras, etapa en la que, marginado de la toma de decisiones, se volcó al arte. Terminó de escribir La crisis mundial 1911-1918, su obra magistral que combina el recuento histórico con algo de autobiografía y crítica militar. Y también dedicó tiempo a la pintura, talento casi terapéutico en sus peores momentos de desolación o aburrimiento, que era lo peor que le podía pasar.
En esa misma etapa de cierto hastío, entre 1925 y 1929, le tocó ser Canciller de Hacienda, nuevamente economía y finanzas, como para mantenerlo fuera de juego. Un apunte muy interesante que revela el biógrafo es que mientras Churchill fue ministro de finanzas, Inglaterra regresó al patrón oro, gran acierto que – hay que aclarar– , no fue mérito de Churchill, sino una decisión plena de gabinete; por cierto, esta medida provocó fuertes críticas del entonces joven John Maynard Keynes.
El libro refuerza y reitera el carácter hiperactividad de Winston Churchill, recalcando que la inactividad era su prisión, que lo más cruel que se le podía hacer era dejarlo al margen de la acción. De esto modo relata que la década de 1929 a 1939 vivió lo más parecido a un destierro; sin embargo, fue un aislamiento que le dio clarividencia, imperturbabilidad, firmeza…ya para llegar a 1940 y ser el hombre que tenía la razón.
Para esos años, la situación económica era crítica; la primera guerra mundial había agotado las reservas de Inglaterra. Ir a una segunda era un riesgo financiero sino una locura, un rearme era un lujo que había que evitar a toda costa. Pero Churchill veía por encima todo esto, él veía el tamaño de la amenaza de Hitler, y lo que habría que apostar para defenderse de él.
Raimund Pretzel, nombre real del autor de esta biografía, escribió otros libros sobre Hitler, por ejemplo Anotaciones sobre Hitler (1978), De Bismarck a Hitler (1987), entre otros. De allí que con autoridad afirma que Hitler no pensaba en términos de estado, si no de raza; que Alemania no era más que un medio para su fin. Y que definitivamente, Churchill supo ver esta perversidad y leer esa siniestra mente. Asimismo aclarar que cualquier comparación entre Churchill y Hitler es, cuando menos, atrevida e injusta; que si bien tuvieron en común la fibra bélica, y que la existencia de uno hizo la victoria del otro, hay que ser correctos y decir que “Churchill es una figura infinitamente más digna y noble que Hitler”.
Así la historia, en septiembre de 1939, empezó la Segunda Guerra Mundial. Las tropas alemanas invadieron Polonia y, en respuesta, Inglaterra y Francia declararon la guerra contra la Alemania nazi. Para este punto nada más exquisito que leer las reflexiones de Churchill en este momento:
“Y, ¿qué iba a pasar con la gravísima e imprevisible prueba de fuego a la que nos veíamos irremediablemente abocados? Polonia agonizante: Francia un pálido reflejo de su antiguo fervor militar; el coloso ruso ya no era un aliado, ni siquiera un país neutral, sino un probable enemigo futuro; Italia era un país hostil; Japón no estaba aliado con nosotros. ¿Volvería a intervenir América una vez más? El Imperio Británico intacto y gloriosamente unánime, pero no estaba preparado para el combate. Sí, aún teníamos la soberanía marítima. Pero en el aire, el nuevo escenario mortal de la guerra, éramos dramáticamente inferiores en número. El caso es que, de algún modo, se me cayó el alma a los pies”.
Para el 10 de mayo de 1940, Churchill asumía como primer ministro. Aquí sí aplica: el mejor hombre para el peor momento. Churchill tenía muchos enemigos y detractores en todos los frentes, pero Inglaterra necesitaba un hombre de guerra, y todos estaban de acuerdo en eso. Churchill, que había predecido ese momento, aceptaba deseoso su papel, así que de 1940 a 1941 hizo realidad sus presagios por no decir sus sueños. En su primer discurso como ministro fue contundente en advertir que su política sería hacer la guerra y su meta conseguir la victoria a cualquier precio. Churchill hablaba de “una guerra contra una tiranía monstruosa, nunca superada en el sombrío catálogo de lo crímenes de la humanidad”. Y como ya sabemos, su incomparable determinación para la victoria hizo de Churchill lo que fue.
Este hombre, que como dijimos –creía en el destino–, tenía claro que su misión era impedir la victoria alemana. Para ello, puso todo en riesgo, todo. Y como quedará para la historia de Inglaterra, destrozó la economía pero mantuvo el imperio. “Gracias a Churchill no fue Alemania, sino América y Rusia quienes se convivieron en señores del mundo. Gracias a Churchill, actualmente el fascismo ya no desempeña ningún papel relevante en el mundo, sino que son el liberalismo y el socialismo los que luchan por obtener la primacía en la política mundial”.
Para cerrar ir cerrando esta reseña, un aporte exquisito que ofrece el autor es presentarnos la guerra desde lo que significó en la vida de Churchill: Un primer periodo, de mayo de 1940 a diciembre de 1941, cuando el mayor y más grande peligro y enemigo a vencer era Hitler. Un segundo, de diciembre de 1941 a noviembre de 1942, cuando le tocó atravesar conflictos más internos que pudo superar focalizando energías en ganar la guerra. Y finalmente, un tercero cuando sus hasta entonces aliados, Stalin y Roosevelt, pasaron a ser sus enemigos, “en 1943, Roosevelt se alió con Stalin contra Churchill, y fue cuando se definió la etapa de posguerra. Churchill no logró que su visión de Europa conservadora restaurada bajo principios anglo americanos”.
Entre 1944 y 1945, Churchill llegaba a sus 70 años. Fue a las elecciones con los conservadores y perdió. Parecía el fin. Si bien perdió el poder, logró salir por la puerta grande ostentando una victoria histórica: el fin de la guerra, su nombre y el de su país en alto. Pudo haberse resignado a la comodidad y vida de un anciano rico, literato reconocido y descansar a gusto, pero la inactividad seguía siendo su infierno. Así que en 1946 ya estaba preparando su regreso. Seguía en la cámara de los comunes como líder de la oposición; los conservadores no lo quería mucho, él tampoco a ellos, para él el partido era nada más que una herramienta para tomar el poder. En 1951 volvió a ser primer ministro, pero ya era anciano irritable con problemas de oído y de memoria. En 1953 recuperó cierta energía, asumió el ministerio de relaciones exteriores. Mientras tanto la guerra fría estaba en pleno. Churchill quería involucrarse. Como relata Haffner, quería demostrar “estar en disposición de cambiar de rumbo su pensamiento. Una vez más su cabeza empezó a vislumbrar, aunque todavía fuera esquemáticamente, algo así como un nuevo proyecto para organizar el mundo”.
Como a pedir de boca y para broche de oro, murió Stalin, con lo que “Churchill prácticamente proclamó el fin de la guerra fría”.
Churchill, quien fuera la autoridad de la guerra, ya no era el mismo como primer ministro en 1954. Ya su gabinete no se le subordinaba y él ya no tenía suficiente fuerzas para imponerse. Le sugerían, le solicitaban su dimisión…. Finalmente lo hizo. El 5 de abril de 1954 dejó el cargo de primer ministro, esta vez para siempre. Dejó 10 Downing Street recibiendo honores hasta de la reina.
Su ocaso fue nostálgico, algo triste, él nunca hubiera renunciado a nada; sufrió el silencio durante sus últimos 10 años. Sus últimas palabras fueron: “es todo tan aburrido”. Con él murió una parte de la historia de Inglaterra y del mundo.
Winston Churchill, una biografía escrita por Sebastian Haffner es un breve libro que merece ser leído, y por supuesto Churchill, un nombre de quien habrá que seguir leyendo y escribiendo.
*Todas las notas entrecomilladas pertenecen al libro.