Originalmente este artículo tenía pensando polemizar en torno al grotesco recorte y edición del final que los censores chinos dieron a la película ‘Fight Club’ (1999), donde el narrador (Edward Norton) jamás descubre que Talyer Durden (Brad Pitt) era producto de su propia esquizofrenia, sino que además –según el epílogo chino– Tyler fue enviado a un manicomio para recibir tratamiento psicológico y luego ser dado de alta en 2012. La intención era examinar el nivel de ridículo al que llegó la censura al quitar la magnífica escena final en la que se detonan los explosivos que destruyen los rascacielos y, en lugar de ésto, colocar una pantalla negra con el mensaje: “La policía descubrió rápidamente todo el plan y arrestó a todos los criminales, evitando con éxito que la bomba explotara”.
Pero cambiamos el rumbo. Resulta que, pasados exactamente 15 días del estreno de ‘Fight Club’ en su versión censurada, la plataforma Tencent Video, el servicio de streaming más popular en China, restauró el final original. Podríamos decir: final feliz, los usuarios del Internet “lograron ganar una batalla en contra de la censura”, o poco más “el pueblo ha sido oído”; sin embargo, tratándose de China, país cuyo gobierno se ha destacado por ser el abusador número uno de la libertad en Internet (Freedom on the Net, 2019), sería un poco inocente.
Obviamente, ‘Fight Club’ no es la primera película que fuera “adaptada” para la audiencia de China; otro ejemplo –entre muchos– es ‘Bohemian Rhapsody’ (2018), sobre la vida de Freddie Mercury, que también fue recortada en al menos en 10 escenas con la excusa de la “sensibilidad” en relación al VHI y a las relaciones homosexuales. Lo importante a remarcar son dos preocupaciones relacionadas: que la censura en China ya no sea un problema –es más, que sea una manera de entender y relacionarse con el gigante asiático– y que las productoras occidentales lo asuman como un costo de oportunidad. Queda claro que China es actualmente uno de los principales mercados cinematográficos del mundo, y que eso significa muchos, muchísimos millones de dólares, pero que se acepte la distorsión de las historias para que se amolden a los patrones de un gobierno, o peor, que incluso los actores de Hollywood se subordinen y que lleguen a pedir disculpas es vergonzoso. Parece una exageración, pero aquí los ejemplos: John Cena de ‘Fast & Furious’ tuvo que pedir perdón en mandarín por haberse referido a Taiwán como un país y no como “parte” de China, como le gusta decir al régimen; o cuando Sharon Stone también se tuvo que disculpar por declaraciones personales en relación a la actitud del gobierno chino con el Tíbet; o cuando mejor –anteladamente– Marvel Studios para la película Doctor Strange (2016) optó por mostrar una tibetana blanca (Tilda Swinton) antes que ofender a China y poner en riesgo la proyección de la película en sus millones de salas. Evidentemente estas decisiones tiene más que ver con números que con reflexiones éticas o reparos que tengan que ver con el respecto a los derechos humanos, algo que a Hollywood y a Disney luego les urge disimular poniéndose en roles morales inclusivos y de promoción de lo diverso.
Pero, siguiendo con la tendencia de convivir con la hipocresía, retomemos la polémica de ‘Fight Club’, que, como ya se dijo, para su estreno en plataforma streaming primero fue toscamente recortada y censurada, y luego “benevolamente restaurada” debido a las críticas de los internautas. Suena raro que ahora –en China– se empiece a escuchar los reclamos de las redes sociales, lo que naturalmente da para especular con que es muy fácil distraer a la gente con cortinas de humo y válvulas de escape. El riesgo está en que precedentes minúsculos como éste parecieran querer resolver el problema usando como medio el mismo problema. Lo que no se puede perder de vista es que el elefante rosa en la habitación es y no dejará de ser la censura, y la censura es censura aquí, allá o en China. Censurar es quitar, cortar, modificar, mutilar, limitar o simplemente y fácilmente prohibir. Por eso hoy la preocupación en torno a China. Allá el gobierno no sólo restringe el acceso a Internet, sino que vigila a sus usuarios y controla a su población en todos los aspectos de sus vidas.